Por Konrad Raiser
Mientras se nos prepara para una guerra en Irak
mucho más larga y probablemente mucho más destructiva que lo previsto
inicialmente, suenan con más fuerza las voces que se oponen a esta
guerra, desafiando la legitimidad de la decisión de los Estados
Unidos y Gran Bretaña de usar la fuerza militar para desarmar a
Iraq y conseguir allí un cambio de régimen.
La victoria por sí misma no confiere legitimidad.
Al actuar fuera del mandato de las Naciones Unidas, los países coaligados
asumieron deliberadamente el riesgo de entrar en conflicto con el
derecho internacional, esperando que un éxito rápido acallaría las
voces de quienes cuestionaban la prudencia y la legitimidad de su
empresa. Pero ahora la cuestión se plantea de nuevo, y puede empezar
a obsesionar a los gobiernos implicados.
Parece que la administración estadounidense se
propone volver a la vieja lógica imperial del poder según la cual
la fuerza hace el derecho y el temor de un poder disuasivo superior
da por supuesta la legitimidad. No obstante, un ejercicio unilateral
del poder es inaceptable en un mundo en alto grado interdependiente.
El desarrollo del derecho internacional es señal de que se reconoce
que ya no puede construirse un orden internacional viable sobre
el mero equilibrio de poderes.
El ejercicio del poder y su legitimidad deben
someterse a normas y procedimientos legales. El sistema de derecho
internacional es todavía frágil e incompleto, y son débiles los
instrumentos para imponer su observancia. Sin embargo, ha llegado
a ser una fuente indispensable de legitimidad, especialmente en
lo que se refiere al uso de la fuerza para resolver los conflictos
internacionales.
Habiéndose colocado deliberadamente fuera del
marco del derecho internacional, los gobiernos de la coalición se
encuentran ante un dilema. Insisten en emplear argumentos morales,
alegando que están conduciendo una "guerra justa," y apelan a sentimientos
patrióticos sobre la libertad. Proclaman incluso un "llamamiento
divino" a defender la humanidad contra las fuerzas del mal. Pero
el uso de argumentos morales o religiosos para justificar decisiones
políticas es precisamente lo que caracteriza a las fuerzas políticas
fundamentalistas que esos gobiernos se propusieron combatir en la
guerra al terror después del 11 de septiembre de 2001.
Trasladar imperativos morales a la acción política
sin someterlos a un juicio crítico en cuanto a las consecuencias
posibles de tal acción puede llevar a efectos desastrosos. Las normas
jurídicas, si están arraigadas en el reconocimiento de valores y
criterios morales, pueden mediar entre la moralidad y la política.
Protegen a la comunidad contra el rigorismo moral opresivo tanto
como contra decisiones políticas arbitrarias. Desde luego que el
simple hecho de que el ejercicio del poder sea conforme a la ley
no establece automáticamente su legitimidad. Fuera del derecho internacional
o en oposición a él, la moralidad no puede dar legitimidad.
La invocación de valores religiosos es todavía
más arriesgada. En todas las culturas, la sanción divina es la fuente
última de la legitimidad del poder. Por ello los dirigentes gubernamentales
que emprenden la guerra -la más cuestionable forma de ejercicio
del poder- desean asegurarse la aprobación religiosa. Pero corren
el riesgo de provocar una protesta profética cuando su uso de la
fuerza viola el mandamiento divino a los gobernantes de salvaguardar
la justicia y la paz.
En todas las religiones, el papel de los profetas
es constituir esa mediación crítica entre la voluntad de Dios y
la acción política. Pero los "falsos profetas" a ambos lados de
este conflicto sancionan las acciones de los líderes políticos con
argumentos religiosos, y parecen ver esta confrontación como un
choque inevitable de civilizaciones y religiones.
Ello hace más significativo, por consiguiente,
que las iglesias cristianas de todas las tradiciones hayan condenado
unánimemente la guerra a Irak, y hayan protestado en particular
contra todo intento de avalarla con la religión. Esto ha sido advertido
con alivio entre aquellos que en la comunidad musulmana resisten
a los cantos de sirena del fundamentalismo islámico. En verdad,
la protesta profética es la única respuesta religiosa legítima a
esta guerra ilegítima.
Konrad Raiser es el secretario general del
Consejo Mundial de Iglesias. Este artículo ha sido publicado originalmente
en inglés por el International Herald Tribune (http://www.iht.com/articles/92429.html)
el martes 8 de abril de 2003, quien retiene los derechos de reproducción.
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